Hay palabras grotescas, bastas, socarronas, también graciosas, polifónicas, endebles, esperanzadoras; las hay sumisas, vacuas, potentes, ladinas y hasta “maldidisputadorembrollicad[as]” como aquella inventada por Aristófanes en Las Nubes. En ese universo de palabras hay una que es deseada, pero insensible; contagiosa, pero filosa; deliciosa, pero tóxica. Y resulta tan deseada, contagiosa y deliciosa que nadie deja de usarla, a pesar de que todo lo que toca se vuelve insensible, casi como el acto mismo de destazar lo viviente. Y no deja de intoxicar a las otras palabras que siempre entran en su auxilio. Me refiero a la palabra consenso. Me digo una y otra vez que la pobre palabra no tiene la culpa, que la responsabilidad es nuestra por usarla a diestra y siniestra. Sin embargo, no dejo de pensar que es una palabra mañosa, quizá hasta ladina.