Todos sabemos que sólo las personas roban y que la categoría “políticos”, como entidad sociológica y moral, puede asociarse a prácticas corruptas, sin embargo, en ocasiones por enojo, frustración, fatiga moral, miopía, más un largo etcétera solemos confundir acciones-responsabilidades con atributos: los “políticos roban”. También sabemos que la confianza es un valor atribuido a entidades morales o jurídicas, así es que confiamos en los “amigos”, en un “juez” o en el “presidente”, mientras que nos reservamos la desilusión hacia Mengano (nuestro amigo de la infancia quien traicionó nuestra confianza), al juez Fulano o al presidente Perengano que faltó a su palabra, deshonró su cargo o faltó a sus promesas. Pero en muchas ocasiones todo se confunde, por ejemplo: “desconfiamos de los políticos porque roban”. El punto o momento extremo de esta confusión lo estamos viviendo. Simplificando de manera brutal lo que estamos experimentado se puede presentar así: por un lado, hay una sensación generalizada, en los diferentes públicos ciudadanos, que los “políticos” conforman un cártel que se prodiga mecanismos protectores con la finalidad de dar rienda suelta a la corrupción. Por otra parte, los ciudadanos percibimos que el Poder Judicial sólo está interesado en la hipótesis que la corrupción, como decadencia, sólo existe cuando se puede probar que hay un “acuerdo para robar”. Entre los que defienden la idea que la política sólo sirve para robar y entre aquellos que sólo dicen que hay corrupción cuando podemos demostrar que hay un consenso explícito para robar, lo único que queda es un camino de desazón y desidia. Lo anterior se puede expresar así: los políticos no van a dejar que el sistema judicial les haga rendir cuentas, y el poder judicial no va a proceder a hacerle rendir cuentas a los políticos porque implicaría que ellos mismos tendrían que rendir cuentas. En este contexto parece que ambos grupos razonan así: ─Mejor sigamos alimentando la idea de la imperfectibilidad humana que si bien es costosa, puesto que de vez en cuando nos gritan “chorros”, tiene la bondad de ocultar el costado chabacano, basto e improductivo de las funciones básicas que los conciudadanos nos han encomendado.